Corresponsabilidad. Hacer hogar: una tarea común que da sentido al trabajo

El ritmo de vida actual parece plantear un dilema: o trabajo o hijos; o trabajas o cuidas del hogar; las dos cosas a la vez parecen un imposible. Artículo de la serie sobre el amor humano.

A fin de conocer el plan de Dios para el hombre y la familia es preciso volver al origen. “Ortega y Gasset ha recordado la historia del explorador del Polo que tras apuntar con su brújula hacia el norte, corre con su trineo (…) para comprobar que se encuentra al sur de la posición inicial. Ignora que no viaja por tierra firme, sino sobre un gran iceberg, que navega raudo en dirección opuesta a su marcha. También hoy muchos con buena voluntad ponemos nuestra brújula apuntando al norte para avanzar, ignorando que flotamos sobre el gran iceberg de las ideologías y no sobre la tierra firme de la verdad de la familia”[1]

En la cuna de la humanidad, están las pautas necesarias, la brújula que marcará siempre el norte.

La primera de esas pautas o claves señaladas en el Génesis es que hemos sido creados para amar y ser amados, y esto se realiza en el “seréis una sola carne”[2] de varón y mujer, un don de sí enriquecedor y fecundo, que se abre a nuevas vidas. El matrimonio, configurado como entrega recíproca, como llamada al amor, sería una primera pauta.

La segunda deriva de la anterior, y se concreta en el mandato divino: “Creced, multiplicaos y dominad la tierra”[3]. Aquí aparece la conexión entre familia (“multiplicaos”) y trabajo (“dominad la tierra”), inseparablemente unidos en un mandato único. Es decir, desde que Dios crea al hombre deja clara la obligación de trabajar, y también el sentido profundo del trabajo: no se trata de la mera realización personal, o de un capricho, o de un pasatiempo, sino de transformar la tierra para convertirla en hogar. Desde el origen de la humanidad, trabajo y familia van unidos y el sentido del trabajo no es otro que servir a la familia. Es una forma de entrega –como lo era la de los esposos Adán y Eva–, un don de sí, nunca un don para uno mismo.

Pérdida del sentido de la familia, pérdida del sentido del trabajo

Sin embargo, en el último siglo y medio se ha producido –al menos en los países más desarrollados– una ruptura, y da la sensación de que familia y trabajo, que en su origen eran inseparables, son ahora irreconciliables; la familia aparece como un obstáculo para el trabajo, y viceversa. Ser madre, por ejemplo, se ha convertido para muchas mujeres en un handicap laboral. Entonces, ¿dónde queda aquel precepto del Génesis? Lo que era un mandato único, y vocación originaria, se ha trasformado, para muchos, en un dilema: o trabajo o hijos; o trabajas o cuidas del hogar; las dos cosas a la vez parecen un imposible.

Resulta significativo que esta contraposición coincida en el tiempo con la crisis de la familia. Lo que puede llevarnos a pensar que una crisis haya llevado a la otra, dado que sus raíces comunican. La pérdida del sentido de la familia conllevaría la pérdida del sentido del trabajo. Pues, de hecho, en bastantes casos, ni se concibe el trabajo como un servicio para la familia, sino como un fin en sí mismo; ni hay hogar, o son hogares rotos, desatendidos, o carentes del calor de familia.

Al producirse esa contraposición, en muchos países de Occidente, se han invertido los términos: la empresa se presenta como una familia, y la familia se reinventa como una empresa, con reparto de funciones y cuotas paritarias, tal como apuntaba Arlie Hochschild en un estudio de elocuente título: “Cuando el trabajo se convierte en la casa y la casa se convierte en trabajo”[4].

Pero sería erróneo pensar que el ambiente de hogar se logra mediante las cuotas paritarias o una especie de división del trabajo. Se logra, más bien, recuperando el sentido genuino de la familia y, a la vez, el sentido genuino del trabajo. La verdadera conciliación no depende –sólo– de las leyes del Estado, sino fundamentalmente de que se concilien marido y mujer. Porque ellos son los verdaderos artífices del hogar. Son libres para trabajar fuera de casa y tener hijos, optando por recuperar el trabajo en el hogar.

Esto resolvería el dilema al que antes nos referíamos.

Vendrá luego el intento por transformar las leyes para que el Estado facilite esa elección al servicio de la familia, y conseguir una cultura empresarial en esta línea. Pero primero han de ser las propias familias, los esposos, los que reconquisten el sentido genuino del trabajo como don de sí y servicio al cónyuge y a los hijos. Habrá madres que optarán por mantener una actividad profesional fuera de casa y otras por dedicarse plenamente al hogar, siendo las dos igualmente legítimas y, además, sabiendo que el trabajo es servicio y no fin en sí mismo.

El hogar, primer paso para superar la crisis de la sociedad

Forjado así, el hogar se convertirá en punto de encuentro de las dos realidades: familia y trabajo. El hogar como ámbito del don de sí y del amor de los esposos, y por lo tanto de la verdadera conciliación; y como tarea común que compete a todos los miembros de la familia. La casa no es sólo cobijo para descansar y volver al trabajo, sino el lugar del amor sacrificado, la escuela de virtudes, y la mejor respuesta al mandato de “creced, multiplicaos y dominad la tierra”.

Sin salir de las cuatro paredes del hogar se puede transformar el mundo: “me atrevo a afirmar que, en una buena parte, la triste crisis que padece ahora la sociedad hunde sus raíces en el descuido del hogar”[5].

Si el centro del hogar es el amor de los esposos que transmite vida y se irradia a los hijos, sus ejes son el lecho conyugal y la mesa, entendida ésta como espacio de convivencia entre padres e hijos y entre hermanos, ámbito de acción de gracias a Dios y de diálogo. Es significativo que los ataques más duros que está sufriendo la familia se producen ahí: en el primer caso, desde el hedonismo y la ideología de género, que separan los aspectos unitivo y procreativo del acto conyugal; y en el segundo, a través del ruido generado por el mal uso de la televisión, internet y otras tecnologías que tienden a aislar a los adolescentes, impidiendo su apertura a los demás.

No es casual que una de las primeras medidas que adoptaron algunos regímenes totalitarios fuera prohibir la fabricación de mesas altas, y promover el uso de mesitas bajas o individuales; con ello resultaba muy difícil la reunión familiar en torno a la comida o la cena. En la actualidad, el abuso de la televisión y de la tecnología –unido a otros factores como el trabajo o las largas distancias– están produciendo un efecto parecido en el seno de las familias.

La importancia de la mesa: acción de gracias, diálogo, convivencia

Devolver su categoría a la mesa es una forma de recuperar el ambiente de hogar. En la mesa confluyen los dos elementos del doble mandato del Génesis: la familia, padres e hijos –“creced y multiplicaos”–, y el fruto del trabajo –“dominad la tierra”–. La mesa brinda la ocasión de agradecer al Creador el don de la vida y de los dones de la tierra: es diálogo con Dios, también a través de la materialidad de los alimentos que recibimos de su bondad; y tiene una decisiva función educativa y comunicativa: los hijos se nutren de la comida, y también de la palabra, de la conversación, del debate de ideas, y hasta de los roces y discusiones, que contribuyen a forjar su carácter.

De ahí la importancia de dedicar un tiempo diario y específico a la mesa. Si no es posible desayunar o almorzar juntos, al menos conviene reservar la cena para propiciar ese espacio de diálogo y convivencia.

Un espacio que se prepara con tiempo e ilusión; que se construye con renuncia y sacrificio; que se inicia con la bendición de los alimentos[6], y que gira en torno a una conversación. Es una ocasión de oro para que los padres eduquen no con discursos, sino con gestos menudos, detalles aparentemente insignificantes; y para que los hermanos aprendan a entenderse, colaborar, renunciar… Tiempos y lugares compartidos que formarán su identidad, recuerdos imborrables que les marcarán indeleblemente.

Una ilusionante tarea que implica a todos, ya que la oración, la acción de gracias y el diálogo, más que la comida, es lo que realmente alimenta y sostiene a la familia.

Apostar por una cultura de la familia supone “bajarse” del iceberg de ideologías engañosas y recuperar el sentido genuino del doble mandato del Génesis. Y se puede conseguir desde un perímetro tan modesto como las cuatro paredes del hogar, contorno paradójico porque siempre es “más grande por dentro que por fuera”, como lo describía Chesterton; rescatando la comunicación, el amor de los esposos, y la participación en la mesa; dejando siempre un plato más…, por si Dios quiere venir a cenar esa noche.

Teresa Díez-Antoñanzas González y Alfonso Basallo Fuentes


[1] J. Granados, Ninguna familia es una isla, Burgos 2013.

[2] Gn 2,24.

[3] Gn 1,28.

[4] A.R. Hochschild, “When work becomes home, and home becomes work”, California Management Review (1997), 79-97.

[5] J. Echevarría, Carta pastoral, 1-06-2015Carta pastoral, 1-06-2015.

[6] Cfr. Papa Francisco, Carta Encíclica Laudato si’, n. 227.